Vías Pirineos de dificultad media, [escalada PD, AD, D (IIº/IVº, máx. Vº)]. Vivencias de montaña. Rincones desconocidos o escasamente divulgados. Y alguna que otra reflexión

viernes, 13 de septiembre de 2013

Homenaje a Rabadá y Navarro

Tras unos días complicados respecto a la administración de este blog y en los cuales he llegado hasta perder el acceso, parece que, al menos, puedo reanudar la inclusión de entradas (con los comentarios puede que aún tarde un poco más).

La ocasión es inmejorable para recordar el próximo homenaje a Rabadá y Navarro, que se celebrará en Mezalocha en octubre http://homenajearabadaynavarro.blogspot.com.es/ Incluyo seguidamente un escrito que ya se vio reflejado en ese blog: sirva como mi particular homenaje a la brava cordada aragonesa.



¿Dónde estáis?

En agosto de 1963, yo tenía once años. Apenas había desvelado alguno de esos secretos que el Pirineo esconde celosamente; me admiraba ante los Mallos de Riglos cuando los contemplaba desde el canfranero, mecido por el entrañable traqueteo de aquellos vagones de madera, y todavía faltaban unos años, cuatro o cinco, no lo recuerdo bien, para la conquista de mi primera cumbre, el Aneto.

Cuando aquel lejano verano del 63 se hablaba en casa de montaña, era para mentar las virtudes de la escurridiza trucha arco iris o el embrujo encantado de los hayedos, tan dispares del arisco y familiar desierto estepario que estábamos forzados a contemplar cuatro pasos más allá de la ribera del Ebro. Quizá sin saberlo, la montaña ya me había ganado entonces, pero estaba muy lejos de imaginarme trepando por escarpes inaccesibles. Admiraba sin envidia los ecos lejanos que pregonaban triunfos sublimes en marcos hostiles, pero apenas los nombres de Alberto Rabadá y Ernesto Navarro se me hicieron familiares, cuando la tragedia del Eiger se los llevó para siempre. Recuerdo las angustiosas noticias que Heraldo de Aragón transmitía, la atormentada incertidumbre, primero, y el desenlace fatal, después… aquella había sido la última aventura de una cordada mítica. En la calle, por una vez, se hablaba de montañismo, siquiera para reprochar a los intrépidos alpinistas la sinrazón de eso que Lionel Terray denominó oportunamente la conquista de lo inútil. Otros repetían con orgullo: “No cayeron; han muerto de agotamiento antes que rendirse”, pero muy pocos comprendían cuál era justamente el impulso que les había enfrentado al sombrío duelo del Eiger

No sé muy bien como fui descubriendo, casi sin querer, que la montaña se había colado muy dentro de mí, sin pedir permiso. Y algún día a finales de los sesenta, amanecí embarcado en la que pretendía pasar por ser mi primera vía de altura: la arista de los Murciélagos al Aspe, un aéreo perfil sellado por la impronta de Rabadá, espejo en el que tanto y tantos deseábamos reflejarnos. Pero no pudo ser; mi compañero y guía de cordada no tenía su mejor día y hubimos de renunciar tras los primeros escarceos. Tardaría más de una década en volver a la arista y ascenderla, en esta ocasión ya en solitario, como tantas y tantas veces lo he hecho a lo largo de estos últimos años. Algo después, si bien en verano, llegaría la Edil, deslumbrado por esa línea fascinante que une Tortiellas con la antecima del Aspe. Desconozco otras vías de Rabadá y Navarro, fuera de mi alcance, por más que en alguna ocasión la luna llena me haya sorprendido escuchando cantos de sirena junto al Naranjo o hechizado por esas brujas que, dicen, moran en el Tozal.

Pero, aun anclado en la realidad, no dejo de evocar a dos cordadas —Manuel Ansón y Julián Vicente; Alberto Rabadá y Luis Alcalde— vociferando entre los abismos para identificar las dos características agujillas de la cresta de los Murciélagos: Dondestástu; Dondestánestos. Muchas cosas han cambiado en los últimos setenta años: sobre todo, los avances técnicos han facilitado, quizá demasiado, la victoria sobre los más osados desafíos; también dicen que se le ha perdido el respeto a la montaña, pero a mí, lo que de verdad me preocupa, es que se haya desvanecido el espíritu de la aventura, ese que tan profundamente llevaban grabado muy cerca de su corazón Rabadá y Navarro, y que compartieron con la mayor parte de los escaladores de su generación, para legarnos las mejores páginas del montañismo aragonés.

Tal vez se trate solo del poso nostálgico de un pireneista que ya ha dejado de ser joven, mas quiero sentir una y otra vez en el rostro el soplo de aquella brisa, trocada más tarde en huracán, que se engendró en Mezalocha.

¿Dondestástu, Alberto? ¿Y tú, Ernesto? Quien quiera hoy dialogar con vosotros os encontrará en cualquiera de esas paredes imposibles que aún quedan por vencer.

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