Vías Pirineos de dificultad media, [escalada PD, AD, D (IIº/IVº, máx. Vº)]. Vivencias de montaña. Rincones desconocidos o escasamente divulgados. Y alguna que otra reflexión
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lunes, 1 de febrero de 2021

Infierno, marmolera oeste II

vía descrita en este blog, "La tercera marmolera: Infierno occidental cara oeste", setiembre 2015

croquis Altitude en Pyrénées, 1977, página 390
(Source gallica.bnf.fr / BnF)

Durante mis exploraciones a las marmoleras del Infierno (Quijada de Pondiellos) y particular idilio con estas fabulosas placas, en el verano de 2015 ascendí por la marmolera occidental, la más visible desde Sallent. Supe entonces de la existencia de una vía, a cargo de Ursi y Carmelo Royo, de la cual ignoraba todo salvo una vaga alusión a un paso de Vº. Merced a la intervención de Alberto Martínez Embid, he tenido ahora ocasión de conocer un croquis de la vía, reflejado en Pyrénées, órgano oficial del Musée pyrénéen du Chateau-fort de Lourdes.

Decía en aquella ocasión (La tercera marmolera: Infierno occidental cara oeste,  setiembre 2015)

"...enseguida alcanzo un rellano casi plano que se atraviesa andando y desde el que puedo estudiar sosegadamente la continuación de la escalada, ya que la pared se empina enfrente de mí formando un pequeño circo ... En cuanto a la atractiva y probablemente más difícil continuación por el eje central de la placa, se adivina allí mucha humedad, pues no deja de constituir el desagüe natural de la vertiente, con el grave inconveniente suplementario de canalizar también cualquier potencial desprendimiento de piedras ... La máxima inclinación de la pared coincide con un cambio en la naturaleza de la roca, ahora similar a la de la marmolera suroeste, con notable mejoría de la adherencia y con mayor presencia de presas, si bien no diviso apenas ningún potencial emplazamiento para ningún tipo de seguro, salvo que se disponga de los históricos clavos extraplanos, concretamente las pitonisas de acero duro… ¿dónde quedaron las mazas de la época gloriosa del alpinismo? Pero es ahora cuando echaremos de menos esa seguridad imposible: continuidad de pasos de IIIº con algún que otro IVº-, hasta que desaparece el impulso vertical y la dificultad disminuye: en adelante, solo IIº con algún esporádico y breve IIIº- intercalado y eludible sin gran contratiempo, sobre una roca ya característica del típico calcáreo gris claro; bastante roto, con numerosas presas y considerable adherencia, mas no demasiado fiable. Finalizo la ascensión de la placa directamente, muy a la izquierda de las líneas oscuras que dibujan las vetas que me han servido de guía en la parte más difícil de la ascensión"

Lo cierto es que ni en el principio de la vía, inicialmente andando, ni en su mitad final, más larga de lo que aparenta, aprecié en modo alguno la dificultad que indica el croquis de Altitude. ¿Estaba aquel día en estado de gracia? No lo creo. Pienso que solo unos pocos metros en el centro del embudo, precisamente los que mi vía esquiva, pueden alcanzar el Vº del croquis; eso sí, será un tramo de superación delicada y, potencialmente, en malas condiciones. Sin embargo, apenas suponen una mínima parte de la ascensión. Por debajo, nada. Insisto en que se gana altura en gran parte andando, aunque con precaución debido al pulido extremo de la roca. Y, por encima, no mucho más. Ascensión cómoda y relajada, donde se podía elegir el itinerario sin ninguna clase de contratiempo a todo lo largo y ancho de la marmolera; sin embargo, esta finalización se hace muy larga y un tanto pesada por su monotonía y carencia de interés.


zona inferior de la placa; muy fácil

zona inferior y margen izquierdo de la placa.

...y margen derecho. Zona inferior apenas inclinada

la marmolera oeste desde la cresta noroeste de Garmo Negro. Aquí se aprecia mejor la inclinación media de la pared, muy plana abajo y con solo un resalte intermedio más empinado.

La evaluación de la dificultad de una vía es siempre una cuestión delicada de arriesgada solución. Si ya es desafortunada la sobrevaloración, aún es peor el vicio contrario, pues puede alentar a peligrosas incursiones, dada  la presunta facilidad del itinerario reseñado. Por lo demás, ¡qué fácil es equivocarse!, sea por nuestro ánimo cambiante, por la suerte de acertar con el paso correcto o por cualquiera de las mil y una razones restantes que nos pueden nublar el juicio y conducirnos a una precisión errónea. Lo cierto es que cuando indico un cierto grado de dificultad desearía que se me leyese con la máxima prudencia, aunque finalmente tampoco sean tantas ni tan relevantes las inexactitudes cometidas. En fin, la cuestión no tiene remedio conocido, salvo la confrontación de numerosos evaluadores y no es este el caso. No queda sino pedir perdón de antemano y aconsejar a todo pireneísta que afronte siempre su excursión preparado para resolver cualquier sorpresa, algo que más temprano que tarde encontrará.

Por supuesto, todo lo escrito no solamente es válido para esta vía, sino para todas las reseñadas en este blog y, en particular, para las marmoleras del Infierno.


zona inferior de la marmolera, desde el Garmo de las Albas.


Infierno, antecima occcidental, con la marmolera suroeste a la derecha y la occidental a la izquierda (solo visible la zona superior)

jueves, 22 de octubre de 2015

La utilidad de los bastones en montaña

No pretendo dar lecciones a nadie: son estas líneas exclusivamente un testimonio de mis vivencias; pero si, además, resultan útiles para alguien, tanto mejor: puesto que cargamos con un trasto más en el equipo, aprendamos a sacarles el máximo partido.

la Partacua desde Panticosa
Con los bastones de montaña he experimentado una larga relación de amor y odio. O, quizá, sería más apropiado hablar de odio-amor, a la vista de la evolución que puede apreciarse en mi opinión. Desde luego, los bastones son imprescindibles en las actividades relativas al esquí de montaña, con especial alusión a los descensos caminando con las incómodas botas rígidas cuando desaparece la nieve. Pero en la época estival jamás los había utilizado hasta que las rodillas así lo exigieron, tras tantos y tantos episodios de descensos brutales con evidente desprecio hacia mis articulaciones.

camino del ibón de Estanés

Dos serias objeciones planteaba hacia la utilización masiva de bastones: por un lado, su incompatibilidad con el desarrollo del equilibrio e incluso la conservación de buenos hábitos adquiridos; por otro, su engorro y peligrosidad en los pequeños pasos de escalada si se renuncia a plegarlos y guardarlos en la mochila. Sobre este segundo punto, se puede aducir una refutación inmediata: todo es cuestión de perder un par de minutos en recogerlos, a poco que el terreno lo aconseje, tal y como, por supuesto, hacemos al pie de una vía de escalada. ¿Todavía es preciso recordar que las maniobras de colocar y recoger crampones, bastones o esquís hay que realizarlas en terreno cómodo, fácil y seguro, antes de vernos obligados a penosos y acrobáticos ejercicios sobre escarpadas laderas?

Por el contrario, perdura la vigencia de la primera objeción, si bien conviene precisar algunos matices. El equilibrio es una cualidad esencial para trepar, pero solo resulta realmente indispensable en la escalada de alto grado, pues en los niveles inferiores de dificultad la fuerza bruta, decisión y otros recursos pueden subsanar con relativa eficacia las carencias técnicas y de equilibrio. ¿Y qué le importa esto a los senderistas? Obviamente, nada, aunque la UIAA recomienda no abusar de los bastones, pues el equilibrio también es importante para caminar y supone un pequeño ahorro de esfuerzo en cada paso, con lo que ello implica tras muchos, muchos, muchos pasitos… Un detalle suplementario: la percepción inducida por nuestro sistema propioceptivo puede ser notablemente alterada por el apoyo en un bastón y, en consecuencia, la noción de equilibrio también resultara afectada; pero cuando el bastón se usa para proporcionar impulso, el equilibrio que interviene es de carácter dinámico. Otro mundo, vamos.

bloque en Caussiat (Candanchú); el paso podría ser de V-

Insisto en que he llegado al uso generalizado de los bastones por imposición de unas rodillas quebrantadas y como única solución válida para solventar los fastidiosísimos descensos. ¿Vale? Pues ahora llega lo bueno: descubrir una tras otra las ventajas que los palitos en cuestión me han ido revelando y que, desde luego, compensan sobradamente sus inconvenientes. Podría empezar por el cruce de torrenteras y arroyos crecidos (¡geniales!), tanteo del terreno inestable (menudas antenas), utilidad sobre nieve y hielo (¡ojo!, la autodetención con bastones es factible, pero de éxito siempre dudoso)… Obviamente, también sirven para otras muchas cosas, como atrapar un higo fuera de nuestro alcance, amedrentar a un chucho pendenciero o encauzar nuestra ira hacia algún colega impertinente (ingenio y habilidad de cada uno, así como las exigencias de cada caso, han de marcar la diferencia).

Estos detalles apenas lindarían en lo puramente anecdótico, ¿verdad? Tal vez, pero más allá de la banalidad, es un placer descubrir la diversidad de usos que los bastones pueden brindar. En todo caso, he dejado para el final la discusión del punto clave: la aportación de los bastones como impulso durante el ascenso. ¡Ahí es nada; ahí, sí que sí! He leído en alguna parte que pueden suponer en torno a un 15% de ahorro en el esfuerzo requerido; resulta muy aventurado evaluar tal economía, pero, desde luego, puede llegar a ser muy relevante, quizá bastante superior a ese porcentaje sugerido. Sin embargo, buena parte de quienes sienten querencia por la montaña y con los que me cruzo por esos senderos de Dios, se sirven de los bastones únicamente como apoyo, mientras que si nos impulsamos con ellos, buena parte del esfuerzo se desvía hacia los infrautilizados brazos y tronco, con una distribución más armónica y eficiente del trabajo; el empuje, además, puede aprovecharse no solamente en terreno propicio, sino en múltiples circunstancias, descartando a la vez muchos gestos de sobresfuerzo, que tan molestas secuelas suelen legar. En suma, es tal el beneficio aportado que me he reconciliado con las antaño vituperadas trancas. Y ello aun a pesar de algunos trastornos que también he padecido, como su repentino plegado justo cuando más los necesitas (y, por tanto, más les exiges) o esas malditas rodelas rígidas para nieve polvo que impiden el clavado de la punta en el hielo de una pendiente empinada.

valle de Aspe

En fin, que ya se han hecho un hueco indispensable en mi equipo. Y no solo lo agradecen mis rodillas.

viernes, 14 de marzo de 2014

Aludes


Hace algunos años fui testigo de cómo cuatro grandes helicópteros de transporte del Ejército sobrevolaban con gran estrépito el Balneario de Panticosa; realizaron varios vuelos circulares con la evidente intención de comprobar la estabilidad del manto nivoso; después de su insistente y confortador  reconocimiento desaparecieron para regresar un poco más tarde y perseverar en la tentativa de desprender cualquier potencial alud, gracias al ruido, vibración y ondas transmitidas por sus potentes motores de doble rotor: nada se movió y, finalmente, los aparatos depositaron sobre la nieve un nutrido grupo de esquiadores. El riesgo oficial consignado durante aquella jornada se elevaba a 4 (en la escala oficial de cinco puntos).

En enero de 2011, un invierno de escasa nieve, dos montañeros eran sorprendidos por un alud de placa en la vía normal del pico de Sabocos. Descendían de la cima tras haberla logrado por el corredor Panticosa ICE; ambos eran experimentados y estaban bien equipados, aunque no portasen ARVA. Uno de ellos pereció en el accidente. A lo largo de toda la semana anterior no había caído ni un solo copo y un marcado anticiclón propició continuadas horas de insolación, transformando en profundidad la nieve; los riesgos de la actividad en montaña parecían concentrarse en deslizamientos por una superficie marcadamente helada, nunca en potenciales avalanchas. De hecho, en la misma zona donde se produjo el desprendimiento, otro montañero, pister de la estación, había informado apenas unas horas antes sobre la inexistencia de placas. El riesgo consignado por la AEMT era mínimo.

el pico de Sabocos; en primer plano el corredor Panticosa ICE; a la derecha, la rampa de la vía normal, donde cayó el alud
Sin embargo, a lo largo de esa misma jornada previa, soplaron vientos muy fuertes en todas las direcciones. Aunque el patrón general dominante procedía del noreste, se registraron rachas muy fuertes en cualquier orientación, según varios informes procedentes de diversos puntos del Pirineo; al parecer, en la sierra de Tendenera, los vientos del sur fueron particularmente intensos.

A pesar de la siempre peligrosa combinación de viento y baja temperatura, cabría pensar que apenas existía nieve movilizable, consecuencia del buen tiempo que precedió al accidente. ¿Cómo pudieron formarse en tan solo unas horas la multitud de placas que se llegó a detectar el día del suceso? La fatal avalancha tenía unos cien metros de ancho por setecientos de recorrido e, integrada por grandes bloques, se desprendió solo con el peso de dos personas andando, en una ladera orientada al oeste.

aunque no sea una situación tan insólita, nunca había visto tal profusión de placas en la vertiente norte de la Partacua. 
A escasa altura (2000 metros) y en pendientes no demasiado empinadas (abril 2011).
detalle de una línea de fractura; el alud fue también de fondo
Tanto este trágico suceso, envuelto en circunstancias que podríamos considerar extraordinarias, como el infructuoso ensayo de los helicópteros, vienen a confirmar la dificultad para la previsión de aludes, por mucho que se haya avanzado durante los últimos años en el estudio de la formación y desencadenamiento de avalanchas. Obviamente, no me estoy refiriendo a las purgas naturales que experimentan los escarpes empinados durante o inmediatamente después de una gran nevada, ni a los grandes aludes de fusión que caen cada primavera tarde o temprano, casi siempre por un recorrido fijo. Quien realice actividades de montaña en evidentes condiciones desfavorables, como, por ejemplo, internarse en un corredor en horarios desaconsejables, debería ser consciente del riesgo que asume, por más que, en ocasiones, incidencias difíciles de eludir puedan empujarnos a ello.

la presencia de cornisas hace suponer la presencia de placas a sotavento, sean o no visibles sus huellas; 
sin embargo, la inexistencia de cornisas no garantiza la ausencia de placas.
 En todo caso, es relativamente  improbable padecer los efectos de un alud de origen espontáneo; al menos, tal probabilidad es muy poco significativa frente a la de resultar sepultado por una avalancha que nosotros mismos hayamos provocado. Y aquí entran en juego las ineluctables, insidiosas, traidoras y fatídicas placas esculpidas por el viento. He leído en más de un manual juiciosas instrucciones para detectarlas, pero nunca hago demasiado caso de tan presuntamente útil conocimiento: podemos sospechar la presencia de placas a sotavento de cualquier relieve más o menos marcado, a veces enmascaradas por nevadas posteriores, pero una y otra vez observaremos huellas de alud en emplazamientos insólitos. Test de avalanchas y análisis de cristales y capas, por muy ilustrativos que puedan llegar a ser, pierden su validez según nos alejamos del punto y ocasión en el que se han realizado; tampoco son definitivos los indicios que permiten estimar la dirección desde dónde ha soplado el viento, por más que la presencia de cornisas y otras pistas acostumbre a ser esclarecedora. Y tanto una fundada intuición como la experiencia tampoco llegan a implicar excesivas garantías.

justo desde la cima de Garmo Negro. Es de suponer que se desencadenaría un alud de grandes proporciones, 
capaz de alcanzar la majada de las Argualas.
 ¿Qué hacer, pues? Resulta que las actividades de montaña son imprudentes, como también lo es vivir. Dicho de otra forma, se trata de introducir un poco de cordura en ese tan insensato como maravilloso delirio que nos impulsa hacia la cima. Tomar cuantas precauciones seamos capaces de asumir, vestirnos de prudencia; estudiar los partes, incluidos los de varios días antes de la excursión, trazar itinerarios con el nivel más bajo posible de exposición… ¡Y tener muy claro que puede no ser suficiente!

en pleno ascenso de Garmo Negro es frecuente cruzar vastas huellas de avalancha. Tantas veces va el cantarico a la fuente...
A tal respecto, es muy de agradecer el esfuerzo institucional, el de algunas organizaciones y el propiciado por iniciativas privadas para arrojar un poco de luz sobre la prevención de aludes. A lurte, Montañas seguras, FAM; textos, informes y boletines, señalización en los valles y puntos estratégicos, consejos y advertencias de expertos y guardas de refugios…

A todos ellos, gracias.

Algunos enlaces interesantes:
http://www.aemet.es/es/eltiempo/prediccion/montana?w=2&p=arn1
http://www.meteofrance.com/previsions-meteo-montagne/bulletin-avalanches/pyrenees-atlantiques/avdept64
http://lameteoqueviene.blogspot.com.es/
http://www.montanasegura.com/aludes/visor.php

lunes, 14 de octubre de 2013

El misterio del IV, (1 p.)

Reflexiones sobre la graduación de dificultad.

Andaba yo cierto día camino de la Jean-Santé, con ansias de hincarle el diente a tan afamada punta del no menos célebre Midí d’Ossau, merced al couloir Pombie-Peyreget, cuando, tras unos metros relativamente accesibles, el aspecto sombrío de un diedro imponente por donde supuestamente proseguía la ascensión me… ¡Ahí va!, ¿será por ahí?, ¡pero si la guía Dupouey dice que sólo es IVº-! (Bellefon, al menos, trocaba el apéndice por un más ajustado IVº+).  Efectivamente, tras la fácil repisa ascendente inicial, se llega a un muro vertical, también accesible en sus primeros metros (IIIº); cuando la ascensión se complica, hay que hacer una travesía horizontal de un par de metros, fácil pero expuesta y aérea, para entrar en un cajón de suelo inclinado y cerrado por el frente y los costados por roca vertical; en la pared frontal existe a la izquierda una fisura "de mano empotrada" y arriba dos enormes presas "buzón" que es preciso alcanzar. Ese es precisamente el problema al que me refiero: poco más de dos imponentes primeros metros, de esos que por lo menos miden doscientos centímetros. Por encima, queda una chimenea estrecha y acogedora, segura, cómoda (IVº como mucho) de cinco o seis metros, que se asciende con facilidad. El paso es, ciertamente, muy bonito. Se desemboca en una enorme terraza inclinada que ha de atravesarse de izquierda a derecha hasta unos bloques facilones por los que se retorna el eje del corredor. Tras aquella efeméride, me habré internado por estos andurriales al menos media docena de veces (las servidumbres de las andanzas en solitario imponen una doble ascensión de los pasos asegurados: que si subes, que si bajas a retirar el material, que si tornas a subir…); en todas ellas, francamente, calificaría ese par de metros como de un soberbio Vº y, desde luego, siempre, siempre, lo he asegurado. Claro que se trata de un paso atlético, poco adaptado a mi exigua condición enclenque y, además, tampoco podría nunca descartar cierta incompetencia para descubrir su truco (si es que existe, que aún sigo en ello); sin embargo, un hermoso día, releyendo las reseñas de Ollivier, descubrí por fin la sacrosanta y exculpatoria mención: ¡¡IVº, un pitón utile!! O sea, que, en realidad, estamos hablando de un paso casi, casi, en artificial; o sea, que también los superhombres son humanos y de vez en cuando se les puede contemplar atorados en humildes Vº (incluso IVº 1 p.), o sea que…

couloir Pombie-Peyreget a la Jean Santé, en el Midí d'Ossau
por ahí, por ahí va
Sin complejos, pues, que el problema viene de antiguo. Podría aportar otras vivencias, como la de un bloquecillo liso de tres metros plantado en plena cresta de las Maladetas, intruso indeseable nominado de IVº en una cresta que se recorre prácticamente sin usar las manos y por fortuna sencillo de rodear, así como tantos otros problemillas de similar calibre que andan sueltos por ahí, sin bozal. Y es que el tema de la graduación, además de subjetivo, ha sido siempre polémico, casi tabú; aún más en tanto se trata de enmendar los dictámenes de algún elefante sagrado que tal vez evaluó la vía en ese día “tonto” que también los ilustres padecen con menor o mayor frecuencia o, simplemente, a quien se le escapó corregir una enojosa errata de imprenta. 

la cresta de las Maladetas
Por otra parte, casi todos, probablemente, habremos oído alguna vez aquello de: “un IVº es un IVº y un VIº, un VIº, pero un Vº puede ser cualquier cosa entre ambos extremos”; por mi parte, extendería tan sutil comentario al IVº+ y, desde luego, incluiría directamente todos los “IVº (1 p.)”. Sí, la cosa viene de antiguo, de los tiempos en los que no se distinguía entre libre y artificial (sobre todo cuando los recursos propios de la artificial quedaban reservados a breves pasos aislados) y se asimilaba “oficialmente” los A0 y A1 a un IVº, A2 al Vº y VIº a partir de A3, como así se afirmaba en algunos manuales clásicos; el “paso de hombros”, entonces muy popular, se calificaba también como IVº, ocasionalmente sin otra mención aclaratoria, así como el recurso esporádico a un estribo, compañía habitual en las mochilas de la época heroica junto a la maza y un surtido de pitones, detalles estos tan ínfimos que muy bien podían pasar totalmente ignorados en reseñas apresuradas.

restos de la época heróica. La cuña superior parece equipada
 con el entonces muy habitual "cintajo de paracaídas"
El asunto no tendría mayor trascendencia, si no fuera porque algunos autores actuales se apoyan con demasía en textos pretéritos y reiteran errores de apreciación que tienden a perpetuarse, pues, aun sin contar con aspectos circunstanciales o factores psicológicos y personales que tanto pueden influir en la evaluación de los itinerarios, es poco habitual que se hayan recorrido todas las vías descritas ni es fácil evocar suficientes detalles de correrías de antaño. Así que no debiéramos asombrarnos demasiado cuando un tímido paso de IVº nos ponga inopinadamente a prueba; aún menos si en alguna antigua reseña prevalece el apelativo de IVº (1 p.), cuya traducción explícita sería algo así como: “pitón de progresión, donde será útil un eventual estribo o, más simplemente, será preciso apoyarse o colgarse descaradamente del susodicho pitón para superar el paso”.

Todos somos muy sensibles a un grado, aquel que está inmediatamente por debajo de nuestro límite, y poco o nada susceptibles de apreciar diferencias en el resto de la escala: ¿quién puede distinguir con cierta objetividad un Iº de un IIº? Seguramente, todos nos sentimos mucho más cómodos en un IIº, incluso IIIº, sobre terreno firme y seguro que en un modestísimo Iº sobre roca descompuesta e inestable, puesto que en los grados inferiores predominan mucho más los factores psicológicos y ambientales que la apreciación directa de la dificultad.

¿y si no estuviera a un palmo del suelo?
En cualquier caso, el debate sobre el controvertido tema de la graduación tiene el futuro garantizado y vigente en toda la amplitud de las diferentes escalas, sea en sus primeros peldaños o en la frontera del rendimiento humano. Resulta paradójico, por lo demás, que estas escalas suelen referirse a algunos ejemplos prácticos para describir sus diversos grados de dificultad, pero tales ejemplos son extraños y poco o nada accesibles para los neófitos, principales valedores y usuarios de las escalas. Y es que, realmente, no existen descripciones operativas de los grados, incluso en casos tan reconocidos como la Welzembach o su legado, la UIAA: aunque recuerdo haber leído algunas observaciones escasamente precisas al respecto, las menciones no superaban lo anecdótico, limitándose a tópicos comunes de escaso valor informativo, como: “escasean las presas y debe ascenderse encordado…” No podía ser de otra manera en materia tan dependiente de la subjetividad y sobre la que tanto la climatología y sus efectos directos como múltiples variables incontrolables ejercen un dominio indiscutible; a efectos ilustrativos resulta muy interesante la existencia de muros de escalada, como el de Luz Saint-Sauveur, en el que a lo largo de muchos metros se extiende una serie de cortas vías de dificultad creciente, cuya evaluación responde a criterios múltiples y basados en el consenso de un nutrido equipo de expertos; en tales muros, cada cual puede encontrar fácilmente su límite razonable. Es curioso cómo, en general, el muro suele detectar con precisión el rango potencial de cada escalador, aunque el límite, ¡por fortuna!, más que una frontera realista, suponga sobre todo, un desafío, un objetivo a vencer.

otro recuerdo arqueológico. Morata de Jalón, años setenta
Aunque la polémica de la graduación es más frecuente y virulenta en el ámbito de la escalada deportiva, allí tiene menor trascendencia y la discusión se limita a pequeños matices o diferencias, exclusivas de los “estratogrados”. Sin embargo, en el campo del montañismo clásico o alpinismo, la cuestión puede representar, antes que una sorpresa desagradable, la sutil puerta a una situación límite: más allá de dramatismos superfluos, es vital incluir en las reseñas aquellos aspectos que puedan representar un peligro potencial y, sin devaluar las vías (lo cual supone otro peligro en ciernes, la falta de credibilidad y pérdida de ecuanimidad), añadir a las descripciones cuanto detalle pueda suponer potencialmente un peligro objetivo, sea por la razón que fuere.

Solo me resta pedir perdón por todas las veces que no he cumplido tales propósitos incluso en este mismo foro y, de antemano, por todos los errores que inevitablemente cometeré en el futuro.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Homenaje a Rabadá y Navarro

Tras unos días complicados respecto a la administración de este blog y en los cuales he llegado hasta perder el acceso, parece que, al menos, puedo reanudar la inclusión de entradas (con los comentarios puede que aún tarde un poco más).

La ocasión es inmejorable para recordar el próximo homenaje a Rabadá y Navarro, que se celebrará en Mezalocha en octubre http://homenajearabadaynavarro.blogspot.com.es/ Incluyo seguidamente un escrito que ya se vio reflejado en ese blog: sirva como mi particular homenaje a la brava cordada aragonesa.



¿Dónde estáis?

En agosto de 1963, yo tenía once años. Apenas había desvelado alguno de esos secretos que el Pirineo esconde celosamente; me admiraba ante los Mallos de Riglos cuando los contemplaba desde el canfranero, mecido por el entrañable traqueteo de aquellos vagones de madera, y todavía faltaban unos años, cuatro o cinco, no lo recuerdo bien, para la conquista de mi primera cumbre, el Aneto.

Cuando aquel lejano verano del 63 se hablaba en casa de montaña, era para mentar las virtudes de la escurridiza trucha arco iris o el embrujo encantado de los hayedos, tan dispares del arisco y familiar desierto estepario que estábamos forzados a contemplar cuatro pasos más allá de la ribera del Ebro. Quizá sin saberlo, la montaña ya me había ganado entonces, pero estaba muy lejos de imaginarme trepando por escarpes inaccesibles. Admiraba sin envidia los ecos lejanos que pregonaban triunfos sublimes en marcos hostiles, pero apenas los nombres de Alberto Rabadá y Ernesto Navarro se me hicieron familiares, cuando la tragedia del Eiger se los llevó para siempre. Recuerdo las angustiosas noticias que Heraldo de Aragón transmitía, la atormentada incertidumbre, primero, y el desenlace fatal, después… aquella había sido la última aventura de una cordada mítica. En la calle, por una vez, se hablaba de montañismo, siquiera para reprochar a los intrépidos alpinistas la sinrazón de eso que Lionel Terray denominó oportunamente la conquista de lo inútil. Otros repetían con orgullo: “No cayeron; han muerto de agotamiento antes que rendirse”, pero muy pocos comprendían cuál era justamente el impulso que les había enfrentado al sombrío duelo del Eiger

No sé muy bien como fui descubriendo, casi sin querer, que la montaña se había colado muy dentro de mí, sin pedir permiso. Y algún día a finales de los sesenta, amanecí embarcado en la que pretendía pasar por ser mi primera vía de altura: la arista de los Murciélagos al Aspe, un aéreo perfil sellado por la impronta de Rabadá, espejo en el que tanto y tantos deseábamos reflejarnos. Pero no pudo ser; mi compañero y guía de cordada no tenía su mejor día y hubimos de renunciar tras los primeros escarceos. Tardaría más de una década en volver a la arista y ascenderla, en esta ocasión ya en solitario, como tantas y tantas veces lo he hecho a lo largo de estos últimos años. Algo después, si bien en verano, llegaría la Edil, deslumbrado por esa línea fascinante que une Tortiellas con la antecima del Aspe. Desconozco otras vías de Rabadá y Navarro, fuera de mi alcance, por más que en alguna ocasión la luna llena me haya sorprendido escuchando cantos de sirena junto al Naranjo o hechizado por esas brujas que, dicen, moran en el Tozal.

Pero, aun anclado en la realidad, no dejo de evocar a dos cordadas —Manuel Ansón y Julián Vicente; Alberto Rabadá y Luis Alcalde— vociferando entre los abismos para identificar las dos características agujillas de la cresta de los Murciélagos: Dondestástu; Dondestánestos. Muchas cosas han cambiado en los últimos setenta años: sobre todo, los avances técnicos han facilitado, quizá demasiado, la victoria sobre los más osados desafíos; también dicen que se le ha perdido el respeto a la montaña, pero a mí, lo que de verdad me preocupa, es que se haya desvanecido el espíritu de la aventura, ese que tan profundamente llevaban grabado muy cerca de su corazón Rabadá y Navarro, y que compartieron con la mayor parte de los escaladores de su generación, para legarnos las mejores páginas del montañismo aragonés.

Tal vez se trate solo del poso nostálgico de un pireneista que ya ha dejado de ser joven, mas quiero sentir una y otra vez en el rostro el soplo de aquella brisa, trocada más tarde en huracán, que se engendró en Mezalocha.

¿Dondestástu, Alberto? ¿Y tú, Ernesto? Quien quiera hoy dialogar con vosotros os encontrará en cualquiera de esas paredes imposibles que aún quedan por vencer.

lunes, 1 de julio de 2013

La toponimia del valle de Aísa

Siempre me ha gustado respetar los nombres genuinos de cumbres y lugares, así como tiendo a mostrarme refractario a nuevos bautizos, en especial si son gratuitos, arbitrarios o responden a oscuras razones de amistad y vasallaje. Y todo ello, aun teniendo en cuenta que muchos de los nombres que tenemos por tradicionales tal vez no lo sean tanto pues, en muchos casos, el linaje del que tanto presumen se remonta a poco más de unas décadas e, incluso, solo unos lustros. Y no solo eso: es posible que carezcan también de la oportuna justificación. Por lo demás, la única fuente, apenas fiable, para contrastar la bondad de añejas denominaciones, se fundamenta en viejos documentos cuya redacción no garantiza que el autor conociera o recogiera con fidelidad los usos autóctonos y ancestrales.

Sin embargo, más allá de las graciosas anécdotas suscitadas entre ilustrados exploradores pireneístas e indígenas rústicos, que puedan haber dado lugar a algún que otro "Pic de Nosecomosellama" entre otras barbaridades, resulta lamentable la extrema proliferación de errores e ignorantes transcripciones por parte de los actuales escribidores sobre temas de montaña, asistidos hoy por un fabuloso arsenal de recursos para dilucidar cualquier aspecto de lo tratado. Y es esta una inmejorable ocasión para pedir disculpas por los inevitables errores presentes y pasados que hayan podido deslizarse en este blog, así como los todavía por llegar. Mil perdones.

el Aspe o Liena de la Garganta, en la cabecera del valle de Aspe
aspecto invernal de las cumbres que cierran por Francia el circo del Aspe
Respecto al objetivo concreto de esta entrada, la toponimia del valle de Aísa, no puedo menos que recoger un escrito publicado en El Pirineo Aragonés y firmado por Xabier Etxaide, como antiguo residente en el valle y buen conocedor de los nombres que escuchó durante su infancia de pastores y lugareños. Así, las tres grandes cumbres que cierran el valle por el norte sobre los llanos de Igüer (que no Napazal), se nombrarían de oeste a este como Liena de Elbozo, Liena de la Chaminera (chimenea) y Liena de la Garganta, la más elevada del trío y conocida desde antaño en Francia como Aspe. El conjunto de las tres cimas se denominaba As Lienas, lo que en el habla local corresponde a "Las Peñas", y que posteriormente se castellanizó como "Llenas", llegando en ciertas y penosas circunstancias hasta la denominación "Llana", por suerte no muy difundida... de momento. Al menos, en el caso de la Liena de la Garganta, se ha impuesto un nombre, el de Aspe, otorgado por los habitantes del valle homónimo, a quienes podemos reconocer tanto derecho a su nominación como a los pobladores del resto de los valles implicados. "Liena", en la tradición oral aragonesa, viene a referirse a un yacimiento de losas, pedrera o zona incultivable.

As Lienas: Liena de Elbozo, de la Chaminera y de la Garganta, desde la Magdalena
Desgraciadamente, cada vez se hace más difícil rescatar de un cruel olvido una toponimia entrañable, devorada sin remedio por usos tan ignorantes como desconsiderados. Pienso en la Quijada de Pondiellos (Picos del Infierno) o la triste traducción de Mont Pertito en referencia a la más alta de las Tres Sorores. Al menos, Comachibosa ha sido sustituido por Vignemale, apelativo cuya antigüedad y derecho exhiben un lustre innegable, pues se reflejaba ya en un temprano tratado sobre límites de finales del siglo XIII, con la forma Vinhe Male, amén de que así se le ha conocido desde "siempre" en el país galo.

Leserines, que no Lecherines, desde la Canal de Izas
la Quijada de Pondiellos, sobre los ibones Azules
Y sigo sin aclarar cómo se denomina la canal más aparente por el norte de la Partacua y su domo adyacente: ¿Cachivirizas, Cobacherizas, Cavichirizas...? ¿Alguien puede proporcionar una luz?

amanecer en el rincón más emblemático de la Partacua

Consultadas diversas fuentes sobre este tema, he conocido dos nuevas aportaciones; la primera, el término Clabiclirizas, defendida en un tratado de toponimia tensino (Ana Mª Escartín Santolaria) y la segunda, Cavechirizas, proviniente de personas originarias de Piedrafita.

martes, 16 de abril de 2013

Riglos. La gran escuela

No he podido resistir la tentación de reproducir un viejo artículo, publicado en un Boletín especial de Montañeros de Aragón dedicado a Riglos. Sirva como homenaje a ese rincón tan extraordinario. Ahí va:



Sensaciones.

—¡Mirá, allí hay uno…, con pantalón claro! Y más abajo —¿no lo ves?— otro con un jersey rojo.

El del pantalón claro soy yo, por una vez en cabeza de cordada, algo realmente muy poco habitual en mis incursiones por el Reino de los Mallos. Las voces llegan diáfanas hasta mí desde el pie del Pisón, gracias a un fenómeno acústico frecuente en estas paredes; por el contrario —también un problema relativamente común— me resulta muy difícil comunicarme con mi compañero, en el otro extremo de una cuerda de cuarenta metros.

Me encuentro afirmado sobre un grueso tronco, ya muy arriba, en una de las profundas chimeneas abiertas en la roca del mallo más característico de Riglos. Es mi tercera —creo— ascensión a una vía del macizo y acabo de finalizar mi primer largo “de verdad” como primero de la cuerda, dispuesto a asegurar el ascenso de mi compañero hasta mi emplazamiento.

Mi primer largo. Es muy difícil expresar con palabras lo que pasó entonces por mi mente y, sin embargo, es fácil sentirlo: basta anudarse una cuerda a la cintura y subir; subir con la vista fija en lo alto, en lo más alto, profundamente concentrados en nuestras manos y pies, mientras los ojos eluden el abismo que se abre bajo las botas. Fue también en Riglos donde, por primera vez, vi ese abismo. Ascendía la normal de la Aguja Roja, siempre de segundo, por supuesto, como correspondía a un novato todavía sin confirmar como miembro de la orden selecta de los iniciados en el arte de la escalada. Subía, sereno, por el diedro final que domina la parte más seria de la ascensión, un diedro cuyo creciente extraplomo me obligaba a intuir un precipicio que, a toda costa, pretendía ignorar. A mi pesar, sentí cómo la pared se erguía más allá de la vertical, volteándose hacia una sima descarnada. Mi corazón aceleró su ritmo y alcanzó una cadencia próxima al paroxismo, justo un instante antes de refugiarme en la seguridad de la última reunión, un balcón que precede a la cima. “He vencido” quise gritar al vacío, mientras mi compañero se alejaba hacia la próxima cumbre. Me volví, despectivo, para pasear la mirada triunfal sobre el enemigo recién derrotado; un instante después, tembloroso y aferrado a la sirga metálica de la reunión, hube de reconocer con mi orgullo herido, que tan sólo era un invitado fugaz al que se le había regalado su minuto de gloria. 

aquellos felices setenta; cletas y pantalones acampanados
últimos metros del rapel "volao" del Pisón
¿Dónde conocer más íntimamente una montaña que en Riglos? ¿Cómo llegar antes a su corazón, que introduciéndonos en sus propias entrañas? Esas profundas hendiduras sin fondo, como la Pany o, sobre todo, los Cachorros... Aún me maravillan las intensas sensaciones derivadas de trepar con desenvoltura, a pesar de mi escasa pericia, por paredes rigurosamente verticales. Huir cobardemente hacia el interior para eludir el precipicio; descubrir la luz cuando, desdeñando el fondo húmedo, lóbrego y liso, salía por fin al exterior de la chimenea para encontrar, además del sol, un universo rico en confortadoras presas. Dicen que subimos montañas por que están ahí... quizá, realmente, las subamos porque en ellas nos encontramos a nosotros mismos...


Los mallos, señorío de seres prodigiosos y malignos en las mentes medievales, fueron efímeros protagonistas del capricho de Pedro I, quién dejo como legado a doña Berta la propiedad de estos enclaves a título de Reino; poco perduró tal dignidad, pues Alfonso I el Batallador reintegró definitivamente el territorio a la Corona. Casi un milenio después, otra casta, la de los trepadores, ha sustituido a los gnomos encaramados sobre las murallas purpúreas, en las que lo único que reina es el amor por la vertical.

Antaño “Escuela de escalada”, Riglos era también conocida como “la Universidad” para refrendar aquel carácter de escuela de escuelas. Para los montañeros aragoneses siempre ha sido un enclave emblemático, más fin que medio, cuando, en los años cincuenta, las escuelas de escalada eran poco más que una oportunidad de aprendizaje y entrenamiento para empresas mayores. En la actualidad visito pocas veces Riglos. Sin embargo, como todos los montañeros de la vieja escuela, lo llevo siempre en el corazón. ¿Quién puede olvidar la primera vez? El primer largo, la primera vía, el primer rapel... el miedo y la alegría salvaje de la victoria, todo un mundo de silencios y gritos que viajan a través de una cuerda para encadenarnos a una vocación sagrada y eternamente viva en nuestro corazón... Eso es Riglos: todo un mundo de sensaciones.

Redactado en febrero de 2003.

sábado, 23 de febrero de 2013

Encadenar tresmiles.

Cada época imprime su propio carácter a la generación que la define: cuando antaño pocos soñaban con hacer más de una cima por excursión, constituyen legión quienes hoy saltan de risco en risco para acumular en la mochila cuantos más trofeos mejor, siempre —por supuesto—, que en ellos figure inscrita una cifra mítica: tres mil metros. Parece tan curioso como contradictorio que todos los defensores del límite de los tres mil (sea de forma aislada o en cadena) citen, como excusa previa a una argumentación en la que se sacrificará calidad por cantidad, algunos nombres de prestigio entre los que nunca falta el Midi... Pero resulta difícil criticar una moda, hábito o costumbre, simplemente porque no nos gusta; aún peor si somos susceptibles de caer en ella e, incluso, potencialmente reincidentes (ánimo y salud eterna para ello). En todo caso, la frontera de los tres mil marca una nítida divisoria en los objetivos pirenaicos, pero, afortunadamente, es posible señalar al menos dos casos en los que calidad y cantidad caminan unidas: hermosas travesías de crestas, con alguna mínima dificultad y regreso por diferente ruta de la utilizada en el ascenso, donde la travesía en sí misma constituye un objetivo de primer orden, independientemente del número de cimas a las que se asciende. La primera opción consiste en la circunvalación del circo cimero del Vignemale (desde el Petit al Monferrat); la segunda atraviesa el macizo de la Munia.

la cresta que proviene del Petit Vignemale

El Vignemale supone una cima de acceso prolongado y fastidioso por el valle del Ara. Hace años subí, desde Bujaruelo, por la gran canal de Cerbillona; pero esta excursión es poco recomendable y excluye el recorrido de las cumbres. Sin embargo, desde el valle d´Ossoue resulta francamente accesible. Podemos aproximarnos al embalse mediante una estrecha y sinuosa carreterilla que deviene pista en buen estado hasta su tramo final más empinado. Si nos preocupa la salud de nuestro vehículo, es siempre aconsejable recorrer al menos un kilómetro sobre piso irregular para eludir potenciales desprendimientos de piedras cuando la tierra releva a la calzada asfaltada, tras una angosta garganta. Un marcado sendero nos trasladará con rapidez desde el lugar elegido para aparcar o desde el embalse d´Ossoue (1.834 m.) hasta la cima del Petit Vignemale. En la ruta visitaremos las grutas Bellevue (2.378 m.) que Russell mandó excavar y podremos completar nuestra reserva de agua con garantías en el refugio de Bayssellance (2.651 m.), lo que permite una aproximación con menor peso. 

Pitón Carré y Pointe Chausenque 

Desde el Petit Vignemale nos espera un estimulante descenso al col des Glaciers, a través de una bellísima cresta cuya descripición detallada induce a preocuparnos por una dificultad mayor que la real. Nunca excede del IIIº grado sobre roca segura, y el famoso descenso por la chimenea es evidente, salvo que nuestro exceso de entusiasmo nos invite a destrepar directamente una corta placa un poco más difícil: los problemas sólo pueden derivar de las malas condiciones de la roca (probablemente muy fría al alba). Proseguiremos desde el collado, apenas sin utilizar las manos: la Pique Longue nos aguarda próxima, apenas un poco más allá de la Pointe Chausenque. Pero despreciaremos urgencias inadmisibles, pues sería imperdonable ignorar el espléndido espectáculo que la Naturaleza nos brinda a uno y otro lado: especialmente notable —e impresionante— es la contemplación de la salida del Couloir de Gaube, que observaremos desde un balcón de primera categoría, la cima del Pitón Carré, mientras la luz se desborda a nuestra izquierda en el glaciar d´Ossoue y, a la derecha, los séracs del glaciar de Oulettes se difuminan en las sombras proyectadas por la muralla. 

salida couloir de Gaube
Petit Vignemale
cresta Petit-Chausenque

Así llegaremos un poco después al punto culminante del macizo, oportunidad para un breve reposo y ocasión, también, de contemplar el tránsito de numerosas caravanas que ascienden por la vía normal, bombardeándose unas a otras con numerosas piedrecillas sueltas, presentes con prodigalidad en el descompuesto muro final. Nuestra ruta nos permitirá eludirlo en el descenso, así como las insidiosas grietas, más o menos enmascaradas, que todavía pueden encontrarse en el glaciar d´Ossoue. La continuación a través del Clot de la Hount, a despecho de algunos fáciles pasos, es muy rápida (en presencia de hielo, al principio de la temporada, podría resultar algo más compleja en un determinado punto). Muy pronto pisaremos el collado en el que muere la gran canal y afrontaremos (siempre andando) las cumbres de Cerbillona y Central, para alcanzar sin problemas el Monferrat, algo más altos pero con escaso retraso sobre las cordadas —a veces imprudentemente desencordadas— que descienden por el glaciar... Es aconsejable interrumpir aquí nuestro paseo, que también podríamos prolongar hasta el Tapou y Millieu a condición de superar unos tramos muy descompuestos. El descenso del espolón oriental del Monferrat es sencillo, aunque nos obligará a usar las manos de vez en cuando. Regresaremos al coche tras una excursión que nunca debería superar las doce horas y podría acortarse bastante (mi ritmo, tan constante como parsimonioso, exigió diez horas efectivas desde el embalse), hasta completar uno de los más bellos recorridos que nos brinda la cadena. 

comienzo de la travesía de la Munia bajo el Gerbats

Ascender a la Munia y regresar por el mismo camino nos condena a una monotonía de la que podemos escapar mediante una hermosa travesía partiendo del aparcamiento del circo de Troumouse —vecino al de Gavarnie y accesible desde la población de Gèdre—. Desde aquí, una travesía en el flanco del Gerbats nos conducirá a la cresta, dejando a nuestra derecha los abismos que nos separan del fondo del Circo: será preciso atravesar un terreno, sin dificultad aunque muy expuesto, en el que hierba y roca pueden estar tapizadas de escarcha (al menos, ese fue mi caso); de poco sirve encordarnos, pero sí es aconsejable fijar la vía de descenso en el otro extremos del macizo y tomar referencias para localizarla incluso con mala visibilidad.

la Munia desde Troumouse

El recorrido —Petit Pic Blanc, Heid, Troumouse, Serre Mourène, Petite Munia y Munia— se efectúa andando, con la única excepción de un corto paso de III, y escasos metros de fácil trepar a continuación. Tampoco el descenso ofrece inicialmente problemas de relevancia, y probablemente no identificaremos el conocido “Paso del Gato”. Sin embargo, podría resultar complicado encontrar el único punto débil que ofrecen las verticales paredes: desde el collado de la Munia rodearemos el glaciar por su margen derecho. Ya en el borde superior de los escarpes, una vaga canal orientada al Este desciende paralela a la muralla hasta un cono de nieve, amplio y perpendicular al corredor. Algunas guías señalan como alternativa la utilización de un empinado pasillo que desciende directamente desde una pequeña olla intermedia, próxima a un espolón que corta la continuidad de las paredes; tanto nuestro buen sentido como las referencias tomadas en el inicio de la excursión nos aconsejarán la mejor opción. 

desde Serre Mourene hasta la Munia

Podría tentarnos la travesía en sentido opuesto. Solucionaríamos así el problema de localizar la vía de descenso, pues generalmente la niebla sólo oculta las cumbres, y, además, el riesgo de desprendimientos se reduce mucho al amanecer. Por el contrario, el precio psicológico de un retroceso al término de la jornada nos induciría a cruzar las rampas bajo el Gerbats incluso si allí perdurasen malas condiciones. Otra peculiaridad de esta excursión reside en que es factible regresar para comer en el fondo del valle, a costa de madrugar un poco.

Tanto la travesía del Vignemale como la de la Munia carecen de exigencias técnicas (máximo III+) y están al alcance de cualquiera. No obstante, ambas exigen un compromiso importante que no debería afrontarse con tiempo inseguro o con escaso bagaje de experiencia y sentido de la montaña. Resulta fácil interrumpir el recorrido en el Vignemale, pero es mucho más complicado —en la práctica imposible, salvo el descenso a Pineta por La Larri— hacerlo en la Munia; el rodeo de Serre Mourène por sus flancos es más peligroso (neveros empinados) que la superación de la arista (AD). Resta, por fin, añadir que esta descripción no pretende sustituir a la de una buena guía, sino aportar algunas precisiones fruto de mi experiencia personal en ambas rutas.

lunes, 11 de febrero de 2013

De bichos y bichas en el monte.

Al hilo del comentario de Jesús Vallés, donde menciona su entrañable encuentro y posterior rescate de dos perros en las nieves heladas del Riguelo, me ha venido a la cabeza un suceso no tan simpático pero tan inusitado como aquel.

Morata de Jalón, sector del Almendro. Vía situada hacia la izquierda y que transcurre por una sucesión de placas sensiblemente verticales. Asciendo una decena de metros y me dispongo a superar el escudo central mediante una bella aunque corta baravesa; la placa está escindida por una fisurilla horizontal de un par de centímetros, excelente presa donde caben todas las falanges de la mano izquierda.

Bien porque sea preciso o fuere por cualquier otra razón que no alcanzo a recordar, mis ojos preceden a las puntas de mis dedos, prestos a encajarse en la providencial y codiciada fisura. Y mis ojos divisan justo a tiempo a una inquilina de la grieta, plácidamente recostada en su soleado fondo.

Me mira. La miro. Contemplo sus ojos fijos en mí... son redondos. ¡Uf! No se trata de las pupilas verticales de una víbora, pero... ¿Cómo ha podido llegar la bicha hasta aquí?

Pues solo cabe imaginar  alguna galería interior excavada en la roca. Lo cierto es que, desde entonces, más de una vez me he sorprendido escudriñando el interior de una presa en forma de agujero, antes de posar mis manos en ella.

Y, ya puestos, recuerdo otra ocasión en un paraje muy popular y concurrido, en un muro surcado por pequeñas oquedades y nichos horizontales sobre el que pensaba ejercitar alguna trepadilla, me topé con otro reptil descansando sobre una pequeña plataforma, a poco más de un metro del suelo. Y en esta ocasión, sí se trataba de una víbora.

Aparte de todo esto, he tenido un par de encuentros con jabalíes, ¡es increíble el ruido que llega a armar una manada en movimiento!, sin mayores consecuencias que el mutuo susto, pero el único bicho que ha intentado agredirme sin previa provocación ha sido... una vaca.

Todo esto, cuando se ha conocido el ataque por parte de un jabalí a un muchacho que realizaba una travesía con raquetas por el Parque Posset-Maladetas.

viernes, 1 de febrero de 2013

En solitario

Érase una vez un joven montañero, enamorado de la elegante línea que una arista dibujaba elevándose, nítida, hasta arañar el cielo. Tentación permanente; frío, tormenta, niebla y, en los amaneceres radiantes, él se encontraba lejos. Por fin, un día, todo invitó a la ascensión. Pero estaba solo. Entre el desaliento y la euforia, venció sus temores y poco a poco se encaramó sobre los ciclópeos bloques que emergían del hielo desafiando su entusiasmo. Coronó la cima...

La leyenda no cuenta cómo se las arregló para bajar. Pero ¿quién lo duda? había roto sus límites y, tras saborear las mieles del triunfo, un insospechado horizonte se abría esperanzador ante sus ojos. Por desgracia, abajo en el valle, olvidó también la compañía de alguien con quien compartir esas sensaciones, tan importantes en nuestra vida como para estimular la realización de una actividad que suele definirse por su riesgo.

Escalar en solitario puede ser una vocación. A menudo, es una necesidad impuesta por la carencia de compañeros unida al deseo imperioso de hacer montaña; en otras ocasiones, constituye la fórmula menos indeseable para escapar de una situación límite y buscar un socorro del que depende la vida de quienes nos acompañaban. Pero, cuando menos, es imprescindible saber por qué estamos allí... solos. Y asumir nuestras propias limitaciones.

Para solitarios reincidentes: Aspe, arista de los murciélagos. Midí, travesía de las cuatro puntas. Balaitus, cresta de Costerillou... vías que (todo es relativo) casi pueden realizarse sin cuerda, pero a las que sería temerario atacar desnudos de material, tanto por las condiciones variables que impone la alta montaña como por la dificultad de ciertas zonas. ¿Por qué renunciar?

Parece aconsejable el conocimiento de algunas técnicas para asegurar –siquiera pasos aislados– de una ruta difícil. Desde hace bastantes años he utilizado una amplia diversidad de métodos de autoaseguración y asimilado una experiencia que me gustaría trasladar a quienes, por una u otra razón, puedan beneficiarse de ella.

Pero, sean cuales sean nuestros trucos y recursos, nadie nos librará de bajar a recoger el material y en todo momento habremos de proceder con un orden y vigilancia extremados. Nada puede dejarse al azar. A pesar de ello, se pondrá a prueba nuestra capacidad de previsión e improvisación. El imprescindible nudo final en el cabo libre de la cuerda (para retener la caída en caso de fallo del freno) sugiere atasco y mucho más aún lo hace el bucle pendiente, si aquel lo encordamos al arnés. Tampoco sirve de mucho llevar la cuerda sobrante recogida en la mochila (hábito recomendable durante los tramos no asegurados) y nos desesperará la instalación de reuniones fiables (salvo que nuestro ángel de la guarda excave previamente sólidos puentes de roca). Para que el peso de la cuerda no la arrastre a través del freno, deberemos sujetarla de vez en cuando con gomas elásticas a los mosquetones de seguro... Hay más, pero no pretendo aburrir. Tan sólo recordar todavía un mal trago: los problemas pueden surgir precisamente en un delicado paso de adherencia. Esas cosas pasan...

Semejante relación de inconvenientes –realmente inconclusa– no desanimará a quienes hace tiempo tomaron ya una decisión irrevocable. Pero queda lejos de mi intención hacer apología de una actividad potencialmente arriesgada y siempre laboriosa.

Yo he sobrevivido. Tal vez he tenido suerte. Pero, aunque pueda parecer sorprendente, la dosis de peligro ha sido siempre reducida.

Así que, en mis primeros pasos en la escalada de cierta dificultad (para mí, todo lo que exceda de Vº grado es, sencillamente, inaccesible), me armé de un cordino de siete milímetros para escapar de una ruta o descender de un paso quizá superable pero complicado de destrepar. Ante todo, se trataba de una medida elemental de prudencia.

Presto a cargar con una cuerda y un arnés... ¿por qué no utilizar ese material para progresar? Pervertida la prudencia inicial, un poco de imaginación y diversos artilugios, más o menos afortunados y siempre dudosos, fueron alimentando sucesivamente la Gran Máquina de Reciclar. En cambio, yo no fui reciclado, porque como los viejos montañeros, permanezco fiel a la máxima de que el primero nunca debe caerse –y, el solitario, menos aún–. Por cierto, entre los chismes probados figuraba un shunt, el cuál –eso creía yo, iluso de mí– debía comportarse dinámicamente en cuanto la fuerza generada por un vuelo superase su capacidad de retención estática. Un ensayo de caída simulada con un vehículo rodando muy lentamente bastó para destrozarlo en el primer intento (fue suficiente una fuerza muy reducida que dejó indemne una vieja cuerda). Conclusión: cualquier aparato (con especial mención de los bloqueadores para ascenso por cuerda fija) usado para distintas finalidades de las recomendadas y probadas por el fabricante, implica un suicidio anunciado.

Entre toda clase de artefactos sin olvidar diversas combinaciones de ochos y chapas de freno, el catálogo podría incluir otras candidaturas como el famoso gri-grí, cuya palanca de desbloqueo puede oprimirse involuntariamente y que, además, tiene un marcado carácter estático, lo que supone una fuerte sobrecarga para los elementos de la cadena de aseguramiento. Idéntico problema presentan otros accesorios más específicos para la escalada en solitario como el soloist y el soloaid.

Sin embargo –por su sencillez y eficacia–, es recomendable para emergencias el método más simple, los nudos autobloqueantes, a pesar de su caprichoso comportamiento (pueden cerrarse estáticamente o deslizar mucho, con riesgo de fusión al transformarse la energía de la retención en calor).

De todas formas, ninguna de las soluciones reseñadas ha superado la prueba capital (no, no se trata de una caída importante): realizar seguidamente el mismo largo sin material ni cuerda. Es fácil comprobar cómo nos sentimos mucho más libres... e, incluso, seguros. Si el sistema al que encomendamos la misión de eludir las nefastas consecuencias de un accidente, resulta tan engorroso como para provocarlo... pocas razones subsisten para persistir en su utilización.

El sistema ideal de autodetención ha de ser simple y bidireccional, ha de permitir la alternancia ascenso/descenso (tanto destrepar como rapelar) sin necesidad de cambiar nada ni desencordarnos. Deberá retener dinámicamente la caída (con una fuerza de frenado variable en función de las circunstancias) y, durante el ascenso, no entorpecer los movimientos... ¿por causalidad he descrito la actuación de un experto compañero de cordada?

Continuo persiguiendo una quimera, pero, mientras tanto, he encontrado en el ABS una solución razonablemente válida. El deslizamiento del sistema se consigue gracias a un anillo elástico (léase vulgar goma de oficina) y el ABS ha de colgar con la máxima libertad. Como mosquetón utilizo un maillón (los de seguridad parecen insuficientes) encordado al arnés con la suficiente holgura para no perjudicar su movilidad, pero ni el maillón es fácil de colocar ni todos los modelos sirven; la cuerda es simple de 10’5 milímetros y es preciso contar con una cuerda auxiliar para recuperar el rapel (basta con un cordino muy delgado). El funcionamiento del ABS es poco intuitivo y exige familiarización previa; podría surgir algún problema por ser el ABS el que se deslice por la cuerda en lugar de esta por el ABS...

Diciembre 1998.