Vías Pirineos de dificultad media, [escalada PD, AD, D (IIº/IVº, máx. Vº)]. Vivencias de montaña. Rincones desconocidos o escasamente divulgados. Y alguna que otra reflexión

martes, 16 de abril de 2013

Riglos. La gran escuela

No he podido resistir la tentación de reproducir un viejo artículo, publicado en un Boletín especial de Montañeros de Aragón dedicado a Riglos. Sirva como homenaje a ese rincón tan extraordinario. Ahí va:



Sensaciones.

—¡Mirá, allí hay uno…, con pantalón claro! Y más abajo —¿no lo ves?— otro con un jersey rojo.

El del pantalón claro soy yo, por una vez en cabeza de cordada, algo realmente muy poco habitual en mis incursiones por el Reino de los Mallos. Las voces llegan diáfanas hasta mí desde el pie del Pisón, gracias a un fenómeno acústico frecuente en estas paredes; por el contrario —también un problema relativamente común— me resulta muy difícil comunicarme con mi compañero, en el otro extremo de una cuerda de cuarenta metros.

Me encuentro afirmado sobre un grueso tronco, ya muy arriba, en una de las profundas chimeneas abiertas en la roca del mallo más característico de Riglos. Es mi tercera —creo— ascensión a una vía del macizo y acabo de finalizar mi primer largo “de verdad” como primero de la cuerda, dispuesto a asegurar el ascenso de mi compañero hasta mi emplazamiento.

Mi primer largo. Es muy difícil expresar con palabras lo que pasó entonces por mi mente y, sin embargo, es fácil sentirlo: basta anudarse una cuerda a la cintura y subir; subir con la vista fija en lo alto, en lo más alto, profundamente concentrados en nuestras manos y pies, mientras los ojos eluden el abismo que se abre bajo las botas. Fue también en Riglos donde, por primera vez, vi ese abismo. Ascendía la normal de la Aguja Roja, siempre de segundo, por supuesto, como correspondía a un novato todavía sin confirmar como miembro de la orden selecta de los iniciados en el arte de la escalada. Subía, sereno, por el diedro final que domina la parte más seria de la ascensión, un diedro cuyo creciente extraplomo me obligaba a intuir un precipicio que, a toda costa, pretendía ignorar. A mi pesar, sentí cómo la pared se erguía más allá de la vertical, volteándose hacia una sima descarnada. Mi corazón aceleró su ritmo y alcanzó una cadencia próxima al paroxismo, justo un instante antes de refugiarme en la seguridad de la última reunión, un balcón que precede a la cima. “He vencido” quise gritar al vacío, mientras mi compañero se alejaba hacia la próxima cumbre. Me volví, despectivo, para pasear la mirada triunfal sobre el enemigo recién derrotado; un instante después, tembloroso y aferrado a la sirga metálica de la reunión, hube de reconocer con mi orgullo herido, que tan sólo era un invitado fugaz al que se le había regalado su minuto de gloria. 

aquellos felices setenta; cletas y pantalones acampanados
últimos metros del rapel "volao" del Pisón
¿Dónde conocer más íntimamente una montaña que en Riglos? ¿Cómo llegar antes a su corazón, que introduciéndonos en sus propias entrañas? Esas profundas hendiduras sin fondo, como la Pany o, sobre todo, los Cachorros... Aún me maravillan las intensas sensaciones derivadas de trepar con desenvoltura, a pesar de mi escasa pericia, por paredes rigurosamente verticales. Huir cobardemente hacia el interior para eludir el precipicio; descubrir la luz cuando, desdeñando el fondo húmedo, lóbrego y liso, salía por fin al exterior de la chimenea para encontrar, además del sol, un universo rico en confortadoras presas. Dicen que subimos montañas por que están ahí... quizá, realmente, las subamos porque en ellas nos encontramos a nosotros mismos...


Los mallos, señorío de seres prodigiosos y malignos en las mentes medievales, fueron efímeros protagonistas del capricho de Pedro I, quién dejo como legado a doña Berta la propiedad de estos enclaves a título de Reino; poco perduró tal dignidad, pues Alfonso I el Batallador reintegró definitivamente el territorio a la Corona. Casi un milenio después, otra casta, la de los trepadores, ha sustituido a los gnomos encaramados sobre las murallas purpúreas, en las que lo único que reina es el amor por la vertical.

Antaño “Escuela de escalada”, Riglos era también conocida como “la Universidad” para refrendar aquel carácter de escuela de escuelas. Para los montañeros aragoneses siempre ha sido un enclave emblemático, más fin que medio, cuando, en los años cincuenta, las escuelas de escalada eran poco más que una oportunidad de aprendizaje y entrenamiento para empresas mayores. En la actualidad visito pocas veces Riglos. Sin embargo, como todos los montañeros de la vieja escuela, lo llevo siempre en el corazón. ¿Quién puede olvidar la primera vez? El primer largo, la primera vía, el primer rapel... el miedo y la alegría salvaje de la victoria, todo un mundo de silencios y gritos que viajan a través de una cuerda para encadenarnos a una vocación sagrada y eternamente viva en nuestro corazón... Eso es Riglos: todo un mundo de sensaciones.

Redactado en febrero de 2003.

5 comentarios:

  1. ¡El primer largo de primero! ¡Ya lo creo que no se olvida!
    Se te seca la boca, te tiemblan las piernas...
    Pero que satisfacción superar tu propio miedo y conseguir llegar a la reunión. Con qué alegria le gritas al compañero: ¡¡Subeeee!!

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  2. ¡Fantástico texto sobre el primer largo...! De todas formas, como nos hemos visto esta mañana, puedo decir sin parecer exagerado que, hasta donde se ve en la foto, ¡tampoco has cambiado tanto con los años...! Otro saludo más, José Antonio...

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  3. Así es, Jesús: en el fondo, creo que es por eso por lo que volvemos una y otra vez. Como decía Rabadá, cuánto peor... mejor.

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  4. Ojalá, Alberto, ojalá. Lo que sucede es que la barba disimula mucho... Pero, mientras pueda continuar subiendo montes, me daré por satisfecho.

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